Nadie le dijo al Gabo (En memoria de Gabriel García Márquez)

El 17 de abril de 2014 murió Gabriel García Márquez, el influyente escritor colombiano ganador del Premio Nobel. He aquí un homenaje en memoria suya, de la inspiración de una chilena en quien caló hondo su buen oficio.

El Gabo murió sin saber que sus páginas floridas plantaron una semilla lejana, en una tierra porfiada y mustia, en el desierto de Atacama.

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Al Gabo nadie le dijo que entre los libros olvidados en un pueblo minero vivía uno de los suyos, tal vez el más grande escrito y que esa estirpe condenada tenía su réplica de bananos, de truenos y lluvia tropical, en el salitre, en la tronadura de la roca, en la pátina de polvo desértico que cubría a la versión sureña de los Buendía.

El Gabo no tuvo idea de que en la planicie atacameña, de repente, en medio de un verano, una niña que no leía nada dio con todo, a los trece o catorce años, apegándose al libro grande y maravilloso de parientes de nombres y apellidos similares, de similar solitud, la de ella y los suyos.

El Gabo murió y no supo que fue por él que allá en Chile, en ese país largo y flaco, alguien le seguía la pista, le copiaba el estilo, lo homenajeaba con sus mamarrachos de letras, hasta oírse a sí misma por sobre su voz.

Al Gabo no le contaron que la niña cruzó mares, vivió en distintos continentes y que en su maleta siempre iba él.

El Gabo tampoco supo que hace seis años, el día que él murió, la niña ya estaba vieja y acarreaba por Texas sus propios libros, dolores y derrotas. Y que hay noticias que hacen estallar cristales y silenciar a la vida y que duelen con la distancia de no haberse cruzado nunca en tan diversos caminos con tan increíbles prodigios.

Entonces el duelo inicia, porque hay palabras que nunca más se urdirán.

No.

Nadie le dijo al Gabo.

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Al Gabo nadie le dijo que entre los libros olvidados en un pueblo minero vivía uno de los suyos, tal vez el más grande escrito y que esa estirpe condenada tenía su réplica de bananos, de truenos y lluvia tropical, en el salitre, en la tronadura de la roca, en la pátina de polvo desértico que cubría a la versión sureña de los Buendía.

El Gabo no tuvo idea de que en la planicie atacameña, de repente, en medio de un verano, una niña que no leía nada dio con todo, a los trece o catorce años, apegándose al libro grande y maravilloso de parientes de nombres y apellidos similares, de similar solitud, la de ella y los suyos.

El Gabo murió y no supo que fue por él que allá en Chile, en ese país largo y flaco, alguien le seguía la pista, le copiaba el estilo, lo homenajeaba con sus mamarrachos de letras, hasta oírse a sí misma por sobre su voz.

Al Gabo no le contaron que la niña cruzó mares, vivió en distintos continentes y que en su maleta siempre iba él.

El Gabo tampoco supo que hace seis años, el día que él murió, la niña ya estaba vieja y acarreaba por Texas sus propios libros, dolores y derrotas. Y que hay noticias que hacen estallar cristales y silenciar a la vida y que duelen con la distancia de no haberse cruzado nunca en tan diversos caminos con tan increíbles prodigios.

Entonces el duelo inicia, porque hay palabras que nunca más se urdirán.

No.

Nadie le dijo al Gabo.